¿Se acuerdan de aquel famoso “Mamá, quiero ser artista”? En
aquellos tiempos era el equivalente de la bomba atómica pero en lo familiar,
algo así como que la niña o el nene se perdían en la más ignominiosa de las
profesiones. Luego cambió poco a poco el concepto de ese “artista” que, si al
principio se refería al arte escénico variado, al final traspasaría los
escenarios de teatro y las pantallas de cine hasta los escenarios políticos y
las pantallas de televisión. Y así hoy en día, cuando nos sueltan la frase de
“quiero ser artista” ya sabemos que sus altas miras están puestas en Sálvame de
Barrio, el Gran DeLuxe, y otras perlas contemporáneas como casas, campamentos y
demás bodrios variados. En fin, para gustos los colores.
Pero la perla de todas, oigan, es esa que podemos llegar a
escuchar de: “Mamá, quiero ser político”. ¡Político!. Imagínense, de pequeños
dándoles la paga y de mayor pagándoles el puesto. El bolsillo llorando encogido,
la abuela materna diciendo que es culpa del padre, mientras éste incrédulo
menea la cabeza y musita frases del estilo de “No sé en qué hemos fallado” o “¿Qué
hemos hecho mal?”. Un drama. El nene o la nena quieren ser políticos.
Y es normal. La política, en este sistema que padecemos con
un terrorífico 26% de paro, se ha profesionalizado como un gremio más merced a
los privilegios de los que goza. Se ha profesionalizado no como un servicio y
honor hacia los ciudadanos, remunerado convenientemente, sino como una forma de
medrar a costa de éstos. Se ha convertido en el clero del s. XXI, en la iglesia
(el partido) de la nueva religión (la política), en uno de los estamentos
privilegiados del Nuevo Régimen.
La existencia de las diferentes órdenes religiosas (partidos)
con sus claustros y conventos (organizaciones juveniles y fundaciones) siempre
sirvió en el pasado para colocar a los hijos sobrantes, a los tontos o a los
que no se podía o no se sabía educar. Y las diferentes órdenes (partidos) acogían
a todos aquellos que les eran ofrecidos para ser formados como fieles
seguidores (afiliados y simpatizantes) sin que se tuvieran que preocupar más
que por medrar dentro de la orden (partido) a costa de los siervos (ciudadanos)
seglares, y sin tener que rendir cuentas a la justicia ordinaria como dichos
siervos, sino que recibían un trato especial y estaban amparados por un fuero
especial.
Así el ingresar en una orden religiosa en el pasado, como
hacerlo en un partido político en el s. XXI, servía para “asegurar el futuro” a
costa del prójimo y no para servirlo con ejemplaridad como una actividad
honrosa. Era y es pura supervivencia en tiempos duros y canallas.
Claro que siempre encontraremos excepciones, políticos
honrados y trabajadores, pero lo cierto es que al final no dejan de ser sino personas
bien intencionadas que no hacen más que alimentar al mismo sistema perverso que
les permite realizar su actividad y que impide al mismo tiempo que dicha
actividad progrese más allá de la anécdota.
Así que al final cuando el nene o nena dicen esa frase de “Mamá,
quiero ser político”, no piensan en sacrificio, servicio, honor y honradez, en
realidad lo que dicen es “Mamá, quiero tener todo eso que ellos tienen”. Quieren
poder, privilegios, y todo lo que ven que sus padres y el común de las personas
no tienen pero que sí gozan los políticos. Quieren pertenecer, en definitiva, a
un estamento privilegiado.
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